Manuel Gallego Bermejo
Ya no soy ni el aliento de este mundo y
de mi existencia casi no quedan recuerdos. Las manos, el vientre y la boca se
desgranaron en la tierra, partícula a partícula se deshicieron en átomos.
Algunos tomaron cuerpo en desvelos minerales y quedaron impresos y dispersos
por los hayedos del Gorbea...
Por la noche vivo insomne y en las horas
derramadas pienso en la levedad de mi existencia, medito sobre lo poco que disfruté
la luz y agradezco que Rufino me ofrezca su apoyo; ¡se lo devolveré! No pude gozar
el regalo de los sentidos, el calor de la amistad, las ofrendas del amor y las
ilusiones del mundo. Soy parte de los restos del olvido y sólo me queda la estela
engañosa de la voz prestada.
Ya de muy niño, un bebé lactante, sufrí
mordeduras graves en los huesos, los sentí crujir como cañas secas y a partir
de ese momento no recuerdo nada más. Estoy hecho de dolor y desencanto, por
este motivo voy a tomar la palabra para expresar lo que otros callan. Trataré a
los demás con respeto pero no tendré consideración alguna con sus opiniones: en
un desmemoriado como yo todas las opiniones son hijas del sueño.
Mi
nombre
Me llamo Manuel Bermejo Gallego y pienso
que soy el ser más solitario y vulnerable de la tierra. No soy malsano de
pensamiento por eso opino que hostigarme será un acto de cobardía: yo nunca me
defenderé, como tampoco lo hice en su día contra aquella fatal infección de
meningitis. Algunos conocéis a mi hermano Gregorio, él ha escrito temas referentes
a Rufino Mesa, un “compañero“ que siento como hermano: él es mi mentor y
respeto su entrega al trabajo y hasta su obcecación por las causas perdidas.
Nací en una noche gélida del año de las
hambres permanentes. El cierzo o la tramontana aullaba por los montes del Gorbea,
se colaba por el puerto de Barazar, entraba por las costuras de la ropa zurcida
y me dejó la piel amoratada para siempre: corría el año 1953. Fue en una casa
diminuta y perdida en el monte, un
lugar apacible y verde bajo las peñas de Atxuri. Allí fue mi nacimiento, entre los hayedos de Otzarreta, justo al
lado de la antigua calzada real entre
Zeanuri y Ubidea.
Lo hice allí por casualidad, mis padres
iban de paso y mientras yo nacía, encontraron trabajo como limpiadores de
remolacha en los campos de Pilué. (Ejea de los Caballeros.) Mi madre se puso de
parto cuando pasó por Zeanuri y yo salí al mundo con un aullido que estremeció
la tierra, todo pasó todo muy rápido. En Ubidea disfruté del sol y de aquellos
campos, sentí en la piel la leve profundidad del verde y allí dejé en muy poco
tiempo todo lo que nos regala la vida…
Pasaron los años y mejoraron algo las
cosas: la bonanza empezó con el espejo fractal del encuentro: ¡un tiempo nuevo!
En otro sueño que no viene a cuento
relatar como se dio, aparecí entre los lodos de la cantera, las arcillas y
gredas resbalosas de Ejea. Entre las manos de niños nos encontramos y fuimos
camaradas en el juego del “tapaculo”; Rufino era un experto y hábil jugador. La
faena consistía en hacer un cuenco de barro tierno con ciertas habilidades y preguntar
a los contrincantes:
-¿Tapaculo, quién me tapa el culo?-
El que aceptaba el reto tenia que
contestar:
-Yo lo tapo-
Entonces Rufino lanzaba el cuenco boca
abajo contra una superficie lisa, el aire concentrado el hueco del cuenco se
comprimía, producía una explosión y reventaba la parte superficial de la blanda
vasija. En esa zona el grueso que había dejado era muy fino, lo hacía con la
intención de que el agujero fuese lo más grande posible. Ese era el truco para
ganar la mayor cantidad de barro posible...
El contrincante tenía que tapar con su
barro el hueco producido y si era poco hábil en la construcción o mal lanzador
perdía el material y la partida.
En ese hacer me encontré con Rufino y
constaté como las personas se enlazan en los juegos infantiles. Éramos niños
pobres de espíritu vigoroso, caminábamos con abarcas, casi descalzos, vestíamos
harapos compuestos de paños de varios colores y zurcidos con hilo grueso. A
decir verdad íbamos medio desnudos y ateridos de frío, pero eso nos hizo
fuertes y forjó el pensamiento para sobrevivir en circunstancias extremas.
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